-¿Últimas palabras?- oí al oficial enemigo. Héctor permanecía mirando al frente mientras le cogía de la mano lo más fuerte que podía. Cerró los ojos. Sin duda aquel no era el final que le había deseado, había aceptado algo parecido para mí misma, un averno de soledad mucho más gélido incluso, pero cuando acogí a aquel peculiar muchacho de ojos que rezumaban a la vez poder e inteligencia y dolor e introspección no esperaba, no deseaba ese final para él. Lo que sentí por él en aquellos segundos, aquellos imaginarios minutos fue algo que nunca tuve el valor de confesarle, algo que nunca tuve el valor de decir en voz alta y que jamás volví a sentir. Supongo que esos sentimientos son la explicación de mis acciones pasadas, de mis acciones futuras, y de una pequeña lágrima que corría por mi piel empapada en sudor en aquel momento. Héctor despegó los labios y abrió los ojos mirando a las pupilas enfermizas e inyectadas en un furor sádico y sexual del oficial que le apuntaba con su arma.
-La muerte viene, la muerte se va, pero la vida jamás se detendrá- dijo en tono solemne, con un ligero temblor en la voz. El oficial se echó a reír a carcajadas. Héctor se llevó su mano derecha, la que no me estaba dando, al lado izquierdo de su cadera y desenfundó una espada de su inexistente funda, hecho que aunque hoy comprendo me dejó entonces perpleja, y cercenó, en ese mismo movimiento ascendente el brazo armado del oficial, que dejó de reír ipso facto. Acto seguido rodó por el suelo y partió en dos a los dos guardias centrales en un movimiento circular al tiempo que se ponía en pie y empalaba al guardia que quedaba a mi izquierda, tras él. Tan pronto como el sonido del arma del susodicho guardia al tocar el suelo se hizo patente, reverberando por la sala tenuemente sobre los gritos del oficial que lanzaba improperios corrió hacia el último de los guardias, que, en su estupor, había olvidado por completo que estaba armado, y le cortó en dos en un movimiento diagonal, desde los riñones hasta la altura de la segunda costilla. No hubo ni un solo disparo, el oficial estaba con la guardia baja y los soldados, narcotizados por el discurso del primero, no tuvieron tiempo de asimilar lo que estaba sucediendo y reaccionar. Supongo que nadie espera que un prisionero a punto de ser fusilado desenvaine una espada de la nada.
Héctor giró la cabeza y me miró, espada todavía en alto, sangre de sus adversarios cayendo por su antebrazo. En sus ojos brillaba la misma expresión que había visto en aquella taberna tan lejana tiempo atrás. Aquel brillo, aquella pequeña y esperanzadora llama bajo las montañas de resignación, dolor, tristeza, odio y autocompasión que anunciaba el renacimiento. Como entonces, era un fuego frío, tenaz y persistente, la marca de los condenados a seguir adelante, a levantarse y luchar. Sin embargo, algo había cambiado en él, sus ojos se habían vuelto más duros, aquella misma montaña de cenizas, ahora fríamente incandescentes, se había enquistado en su mirada. Casi como si hubiera muerto dos docenas de veces y hubiera sobrevivido para contarlo. En aquel momento comprendí porque no pude abandonarle en su momento, y porque no podría negarle mi ayuda en el futuro, había asistido al nacimiento de un fénix que ardía con las añiles llamas de la resignación, un fénix de hielo, el fénix azul.
(02/09/11)