En la misma línea señala que se encuentran con considerable frecuencia historias de abusos durante la infancia, que, no siendo debidamente afrontados ni tratados, terminan por ser deformados por la mente del sujeto hasta ser convertidos en experiencias no enteramente negativas. También se encuentran en la pubertad con cierta asiduidad relaciones cargadas de vergüenza y miedo al descubrimiento, que tienden a afianzar comportamientos sexuales con dichos elementos en su vida, llegando con ellos a la madurez.
Acerca del tratamiento de los agresores sexuales, el autor remarca que los programas de tratamiento cognitivo-conductual se han demostrado eficaces ayudando a los agresores a conseguir herramientas para mejorar su capacidad de expresar y satisfacer sus necesidades de un modo socialmente válido. Estas mejoras están íntimamente ligadas a su vez con la reducción de la reincidencia, ayudando a reducir la incidencia social del delito, y reduciendo, del mismo modo, los costes económicos y personales de la reincidencia.
Sobre esto es también interesante, de nuevo bajo mi personal perspectiva, que el autor presente al colectivo de los agresores sexuales como un colectivo criminal en el que este tipo de programas tienen especial incidencia. Esto se debería a que los agresores sexuales tienen mayor tendencia a darse cuenta pro sí mismos de lo inadecuado de su conducta, haciendo gala, de este modo, de una mayor voluntad de abandonar sus conductas desviadas, y adquirir las herramientas y medios que les permitan satisfacer sus necesidades de modo prosocial.
En conclusión, sin olvidar los factores biológicos, Marshall presenta al agresor sexual como resultado más de factores psico-sociológicos complejos. Siendo estos factores resultado más de la experiencia personal individual que vinculable a un grupo o tipo de colectivo social concreto. Con una visión esperanzadora, dentro de lo científicamente empírico, sobre las expectativas de rehabilitación de este tipo de delincuentes aplicados los programas de reinserción apropiados.
Si bien estoy de acuerdo en los planteamientos generales, así como en la apuesta por los programas de rehabilitación y tratamiento psicológico frente a la amedrentación por medio de la punición, comparto la prudencia, sin poder evitar ser algo más pesimista, del autor sobre los posibles resultados de dichos programas si fueran aplicados a gran escala. Estando claro el principio de que no estamos ante un delincuente profesional, es decir alguien cuya medio de vida sea el delito y que pueda dejar de delinquir si los riesgos superan los beneficios de sus acciones, queda patente que el endurecimiento de las penas tiene un escaso efecto sobre su conducta. No obstante creo que es destacable el hecho de que el éxito de los programas se debe, al menos en parte, a su reducido tamaño, es decir, no se estaba tratando a la totalidad de la población de agresores sexuales encarcelada, si no sólo a aquellos sujetos que mostraron mayor interés en el tratamiento y que, por tanto eran más susceptibles de mejorar.
No pretendo bajo ningún concepto, con este apunte, criticar, menoscabar, o menospreciar la importancia de los programas de reeducación e integración como si no único, sí uno de los escasos métodos existentes para reducir la reincidencia a medio y largo plazo. Simplemente apuntar que dichos programas, como la mayoría de intervenciones psicológicas, son más efectivas cuanto más cerca de la pubertad y la juventud está el sujeto. En este sentido, la intervención con adultos con un historial delictivo importante nunca puede ser plenamente efectiva.
Siguiendo con lo anterior, y dejando ya a un lado el libro propiamente, opino que los programas de prevención deberían dirigirse hacia la detección precoz, tratando de identificar y hacer conscientes a aquellas personas que poseen factores que puedan llevarles hacia el abuso para que soliciten o se les proporcione tratamiento cuando este es más efectivo.
(10/05/11)
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Reseña «Agresores sexuales» W.L. Marshall — 2 comentarios