Lo siguiente que recuerdo es despertar en una sala que no había visto nunca. Una de las ventajas a corto plazo de las granadas electromagnéticas es que no son mortales para los seres vivos, aunque sí devastadoras para el equipo y las armas. La sala en cuestión era bastante grande y estaba llena de ordenadores por lo que supuse que se trataba de alguna sala de telecomunicaciones o de informática. Todos los ordenadores estaban apagados y allí no había ningún técnico, lo que me hizo inclinarme por la sala de comunicaciones destruida. Una pareja de soldados me pusieron de pié y me llevaron a una fila junto con el resto de mis compañeros, que habían despertado antes que yo. A mi izquierda tenía a la coronel Ekaterina, y un par de puestos más a mi derecha estaba Evans. No reconocí a nadie más. Frente a nosotros cuatro soldados armados montaban guardia. No estábamos encadenados, pero no hacía falta, no había nada que pudiéramos hacer en esas circunstancias, salvo quizás rezar, rezar y esperar que, de haber algún dios ahí fuera, nos considerara dignos de salvación. Uno de los soldados dijo algo por radio, yo miré a mi alrededor, Ekaterina me miró por un momento con ojos tristes, reunió el coraje para sonreírme durante un segundo, y devolvió la vista al frente.
-Vaya, vaya, así que vosotros sois los que me habéis causado tantos problemas- dijo un oficial ataviado con el uniforme de la confederación y un buen puñado de galones en el pecho y el brazo. No hablaba con nadie, y no parecía tener la menor idea de quienes éramos individualmente. Claro que, por otro lado, tampoco manifestaba ningún interés en descubrirlo.
-Vais a pagar el máximo precio por cometer la estupidez de enfrentaros a mí y a la nación a la que pertenezco y…- la perorata nacionalista de aquel sujeto continuó durante varios minutos y aunque considero innecesario, harto tedioso, y del todo inútil reproducir las palabras que escupía aquel sujeto mientras enarbolaba una pistola al son de sus palabras sí diré que eché en falta un bigote sobre el labio de aquel hombre, y que incluso sus propios soldados no hacían el más mínimo esfuerzo por disimular el desprecio y el aburrimiento que despertaba en ellos su discurso. Finalmente apoyó su arma sobre la frente de uno del primero de la fila y apretó el gatillo, dándoles siempre la ocasión de decir unas últimas palabras. Algunos optaron por responder a sus locuras, otros por insultarle, uno incluso se echó a reír a carcajadas. Daba lo mismo, todos acabaron con un disparo atravesándoles la cabeza. Para cuando llegó a Evans los soldados que nos custodiaban ya mostraban signos claros de nauseas entre éticas y físicas. El oficial, cuyo nombre dijo varias veces pero que no repetiré, dio un leve respingo al ver la foto de la familia de evans, ya bastante maltrecha y arrugada, pegada sobre el pecho del ahora detenido cabo. Bajó la pistola lentamente y presionó la cara de una de sus hijas y le miró fijamente a los ojos.
-Emily- dijo Evans sin titubear ni por un instante. El oficial movió la pistola y presionó la cara de su otra hija. –Jessica- respondió Evans con el mismo aplomo, la misma flema británica. El oficial llevó la pistola sobre el rostro de la mujer de Evans, Grace, y disparó sin dejarle tiempo a contestar, atravesándole el corazón y dejándole caer a peso sobre el suelo, ya impregnado, empapado en la sangre de los demás. Aquél impacto resultó más duro que los demás, de algún modo no era sólo Evans el que había caído, en el sonido de su cuerpo al golpear el suelo estaba también su familia, la misma a la que iba a ver a la semana siguiente, la misma de las que nos había contado todas las aventuras y desventuras. Cayó el hombre, y con él, cayó su historia. Por supuesto todos tenemos una historia, todos los ejecutados, todos los que cayeron en combate, aquellos a quienes había matado yo mismo. Pero no conocía esas historias y por tanto, en cierto sentido, no eran asunto mío. Pensando en estas cosas me llegó el turno. El oficial se puso frente a mí y levantó el arma para empezar a bajarla ceremoniosamente. Una luz titiló unos instantes. Ekaterina me dio la mano con fuerza, no lo entendí. Quise mirarla, pero no quería que viera la expresión de pavor helado en mis ojos. El oficial preguntó si tenía unas últimas palabras. Suspiré ¿Ven quienes están a punto de morir su vida en diapositivas? No lo sé, yo estaba aterrado y francamente todo parecía ralentizarse a medida que el oficial acercaba su pistola a mi frente. Apreté con fuerza la mano de Ekaterina y cerré los ojos.