Resurrección VIII

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-¿Últimas palabras?- oí al oficial enemigo.
-Querría decir algo solemne ¿Es mucho pedir un par de minutos para penar algo?- El oficial rió estrepitosamente ante la ocurrencia de Héctor.
-Creo que no ¿Qué sentido tiene que le vuelen a uno la cabeza sin una frase a la altura?- aprobó el oficial aderezando sus palabras con una risa metálica y sin humor. –Pero te lo advierto: más te vale que estén a la altura- amenazó con la pistola.
-Señor, deberíamos comenzar ya los preparativos para…- comenzó un soldado.
-Vamos, vamos, el chico merece unas últimas palabras- interrumpió el oficial. –Incluso los más insignificantes y débiles lo merecen, es lo único que distingue eliminarles a ellos y matar ratas- prosiguió. –Que los técnicos comiencen a desplegar los equipos- le dijo al que había hablado. –Aseguraos de que no quedan más tropas enemigas en la base- ordenó a otro. Ambos soldados suspiraron aliviados por poder abandonar aquel lugar y se fueron a ejecutar sus órdenes. –Bueno soldado ¿Has pensado ya qué vas a decir? ¿Algo sobre el bien y el mal? ¿La razón y la locura? Nada de política espero- el oficial se giró hacia nosotros para mirarnos. -¿El amor quizás?- añadió finalmente con una sonrisa enfermiza, contemplando nuestras manos entrelazadas. Héctor permanecía mirando al frente mientras me cogía de la mano lo más fuerte que podía. Cerró los ojos. Sin duda aquel no era el final que le había deseado, había aceptado algo parecido para mí misma, un averno de soledad mucho más gélido incluso, pero cuando acogí a aquel peculiar muchacho de ojos que rezumaban a la vez poder e inteligencia y dolor e introspección no esperaba, no deseaba ese final para él. Lo que sentí por él en aquellos segundos, aquellos imaginarios minutos y en los que siguieron hasta el final de la jornada, fue algo que nunca tuve el valor de confesarle, algo que nunca tuve el valor de decir en voz alta y que jamás volví a sentir. Supongo que esos sentimientos son la explicación de mis acciones pasadas, de mis acciones futuras, y de una pequeña lágrima que corría por mi piel empapada en sudor en aquel momento.
-Coronel Ekaterina Sledgovna Alexeyeva- exclamó el oficial con sorna. –No esperaba esto de usted, sinceramente- se burló de nuevo con su risa metálica y considerablemente estridente. –Pensaba fingir que no la había reconocido hasta que le llegara el turno- prosiguió gesticulando con la pistola, que empezaba a parecer un apéndice más de su cuerpo, destinado muy posiblemente a compensar algún otro apéndice. –De la mano con un anónimo soldado tenemos a una estratega de alto rango ¡Menudo escándalo!- No le contesté. Su aliento era pegajoso y caliente, creo que en el fondo le gustaba, yo, o tenerme así, sometida bajo su fuerza. Si hubiera dependido de los apéndices con los que nació y no de los qué le dio el ejército, le hubiera hecho callar de un puñetazo.
-Encadenen a estos dos y fusilen al resto, quiero tener unas palabras en privado-
-Señor, deberíamos estar ultimando los preparativos para…- comenzó uno de los guardianes.
-¿Piensas desertar?- le interrumpió el oficial apuntándole con su arma.
-No señor, es sólo que no creo que sea necesario…- el soldado había empezado a sudar.
-Yo decidiré eso, tú limítate a fusilar prisioneros- ordenó el oficial.
Fuimos llevados a una sala más pequeña a pocos metros de dónde estábamos y esposados a un par de sillas, frente a frente, únicamente con una cadena que pasaba por debajo de los reposabrazos y quedaba asida a nuestras muñecas desnudas. Me hubiera resistido, pero la tranquila expresión de Héctor me convenció de lo contrario, si íbamos a morir de todas formas no merecía la pena montar un escándalo.
-¿Por qué sólo nos atan las manos?- preguntó Héctor con su habitual inocencia.
-A algunos psicópatas les gusta ver como sus víctimas patalean- sonreí brevemente. Pocos segundos después el oficial entró en la sala, aún con la pistola adherida a su mano, con su mirada algo lasciva y una sonrisa prepotente y segura.
-Bueno, bueno ¿vais a deleitarme con vuestra historia de amor prohibido o tendré que pedirlo por favor?- saludó el oficial contemplándome con profundo regocijo.
-No quiero aburrirte con los detalles- dijo Héctor.
-¡No vuelvas a tutearme maldito terrícola!- el oficial asestó un puñetazo a Héctor, que quedó doblado y sin aire. El oficial contempló mi reacción con interés.
-Parece que a tu superior le preocupa mucho tu integridad soldado- se burlo. –Dime, te preocupa tu soldadito coronel- añadió acercándose. –Debo reconocer que tienes un gusto exquisito muchacho, una mujer excelente- me elogió pasando su arma por mi vientre. –Con pechos generosos, para ser una deportista- su arma pasó por entre ambos y tembló al ritmo de la respiración del oficial. –Dime ¿cómo es?- preguntó de nuevo a Héctor.
-No quiero aburrirle con los detalles, señor- repitió este.
-O pero insisto, no quisiera ponerme desagradable con este tema- dijo apoyando su arma en mi sien. –Soy un hombre curioso y poco paciente- añadió con una risilla.
-Como sin duda puede imaginarse señor, es una mujer muy lasciva. Casi ronronea como un gatito afectuoso, conteniendo cada gemido en un suspiro entrecortado, con el sonido de un fusil , una rama rota bajo el ímpetu del viento- relató Héctor ficticiamente, excitando no sólo la imaginación de nuestro captor. Me ruboricé de pura ira, pura ira entremezclada con vergüenza por la precisión de sus palabras, pura ira y algo más que no pude identificar.
-No sé si debería dar crédito al testimonio de un enemigo- contestó el oficial girándose hacia mí con la mirada cargada de un deseo infantil, desesperado, suplicante y furioso. La clase de mirada de quienes nunca han visto a una mujer contemplarles con deseo, quienes nunca han escuchado a una mujer susurrar perversiones en tono de confidencia amorosa. Recorrió los escasos pasos que nos separaban relamiéndose y al llegar a mí me acarició con la pistola, burdo, frío y estéril. Me estremecí por el contacto del metal contra la piel y la carne, retirando la cara, con la mirada fija en el suelo.
-¿No piensas ronronear?- el oficial puso la llave ante mis ojos y la seguí de manera instintiva hasta dar con sus ojos y su aliento cargado de testosterona barata en mi cara. Guardó la llave en su pantalón y metió su mano libre bajo mi ropa, dejando un rastro de sudor anhelante sobre mi piel hasta hallar mi pecho desnudo. Fue entonces cuando, por primera vez desde que abandoné las gélidas tierras rusas, a lomos de la igualmente álgida luna, me sentí débil. Me sentí pequeña y necia, como la niña en manos de algún monstruo humano, que no termina de comprender cuanto tiene ante sus ojos. Un leve tintineo fue el único vestigio del milagro que se produjo a continuación. El oficial estaba girando levemente la cabeza para ver que sucedía cuando una cadena metálica se enredó en su cuello. Uno de los eslabones de la cadena de Héctor se había roto sin motivo aparente ni explicación alguna, dejándole libre.
-¿Últimas palabras?- oí a Héctor estrangulándole con la suficiente fuerza como para que la cadena hendiera en la carne y le hiciera sangrar moderadamente. El oficial farfulló suplicando clemencia entre los gorgoteos de su asfixia. La sangre corrió, eslabón a eslabón hasta hallar las manos de Héctor. Unas últimas palabras sin duda a la altura de un hombre que, sólo tras morir, dejó caer su arma y, con ella, el entero valor de su persona.
Héctor giró la cabeza y me miró, con la sangre de sus adversario cayendo por su antebrazo. En sus ojos brillaba la misma expresión que había visto en aquella taberna tan lejana tiempo atrás. Aquel brillo, aquella pequeña y esperanzadora llama bajo las montañas de resignación, dolor, tristeza, odio y autocompasión que anunciaba el renacimiento. Como entonces, era un fuego frío, tenaz y persistente, la marca de los condenados a seguir adelante, a levantarse y luchar. Sin embargo, algo había cambiado en él, sus ojos se habían vuelto más duros, aquella misma montaña de cenizas, ahora fríamente incandescentes, se había enquistado en su mirada. Casi como si hubiera muerto dos docenas de veces y hubiera sobrevivido para contarlo. En aquel momento comprendí porque no pude abandonarle en su momento, y porque no podría negarle mi ayuda en el futuro, había asistido al nacimiento de un fénix que ardía con las añiles llamas de la resignación, un fénix de hielo, el fénix azul.

(27/09/11)


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